Treinta y ocho

, por Martín Gaitán

Fui su mochila: allí donde él iba, ahí quería ir yo. Y él me llevaba, sin muchos peros, a la aventuras con sus amigos en el baúl de la Falcon Rural prestada en la siesta. Eran lugares inigualablemente maravillosos desde los ojos de un niño rodeado de adolescentes.

Como Amo de la casa hasta los mediodías —los viejos laburaban—, fue el progenitor de la estirpe cocinera: los Gaitán-Del Balzo cocinan bien, comen bien y disfrutan a rabiar si hay aplausos. Como yo era el rebelde, mandato tácito de los del medio ("sí Amo, pero yo no haré una mierda de lo que me pida") llegué unas décadas tarde a esa sapiencia familiar. Pero siempre fui el que aplaudía.

Fue mi primer maestro de computación: si algo sé hoy de esta cosa, se debe a su lobby para que la vieja comprara la primera 486 y a su capacidad docente que, sea D.O.S. o la historia argentina del siglo veinte, es la misma, tenaz y tierna.

Me hizo escuchar a Dolina por vez primera, como quien comparte un legado de vida. Me entablilló el brazo cuando me quebré, me prestó y regaló libros, me abrazó fuerte cuando lo necesité.

Y nos regaló, a mi y al mundo, las dos personitas más bellas que me hicieron impunemente tio para siempre.

Feliz cumpleaños Juan, hermano querido.