El gol no está hecho
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Yo tenia diez años y Senillosa, el pueblo donde jugábamos, un viento de 60Km por hora. Era un partido interzonal de la categoría 82-83 y, por alguna extraña razón, probablemente porque el técnico se había tomado la primera "Cherry Coca" del mercado, yo jugaba de 9 titular.
Como el viento atravesaba la cancha longitudinalmente las tácticas de los equipos eran bien sencillas. En el tiempo que era a favor había que patear hacia el lateral opuesto, intentando conservar la pelota dentro de la franja que describían los arcos. Cuando el viento era de frente, exactamente lo contrario.
Luis Baeza, el técnico, acostumbraba a mentirnos como técnica de motivación. El problema es que tenía poca variedad de mentiras y ya se las conocíamos todas. A veces, para variar un poco, las fusionaba:
— Chicos, si ganamos este partido quedamos así de jugar el regional y después el patagónico. El año que viene es el Mundialito de Clubes en Brasil y nosotros ya estamos firmando con el esponsor que nos va a dar todo los equipos y los viajes para que lo vayamos a ganar. Asi que pongansé las pilas, porque acá en Senillosa hay gente que observa jugadores para River y Boca.
Cuando dió el equipo y supe que entraba desde el arranque sentí por primera vez esa alegría nerviosa tan especial, parecida a la del primer beso, la primera foto revelada, o el último poema. Igual no podía sonreir, no tanto por cuestión de imágen deportiva sino porque, con el viento que corría, abrir los labios era garantía de una palada de arena hasta la garganta.
El arbitro —supongo que había uno— pitó y la pelota empezó a rodar, incluso antes de que la patearan. En el primer tiempo teníamos viento en contra y cada pelota que los contrarios lograban patear —luego de encontrarla— era un verdadero peligro para nuestro arquero, que visto desde la mitad de cancha parecía un globo aerostático apaisado. Llegó el entretiempo: dos a cero, nos hicieron precio.
Parece que a Baeza le quedaban restos de Cherry Coca, o los efectos alucinógenos de semejante brebaje eran prolongados, lo cierto es que no me sacó. El segundo tiempo empezó y mi momento de casi gloria se acercaba.
A los cinco minutos un defensor nuestro pateó un saque de arco. La pelota se elevó mucho y describió (me enteré mucho después) una campana de Gauss perfecta hasta llegar al otro arco. Fue una jugada de metegol, literalmente con molinete.
Diez minutos después, Alguien que no era yo y tenía una camiseta como la mía se tropezó dentro del área contraria y el arbitro cobró penal. El mismo Alguien pateó, debiendo dar dos pasos más de los calculados porque la pelota se movía de lugar.
— ¡¡¡Goool!!! — gritó el técnico — ¡Vamos carajo! ¡Un gol más y vamos a Brasil, a darles un baile a esos negros!
Menos el arquero contrario, que envuelto en una bufanda llena de tierra era una versión viva de Ramsés II, los otros 21 jugadores mirabamos todos para el mismo arco. Los locales nos marcaban de espalda, y cuando alcanzaban a ver la pelota, con mucho esfuerzo corrian hacia atrás como cangrejos bípedos.
Eran los últimos minutos y aunque inconscientemente sabíamos que el viaje a Brasil era una mentira, ninguno de nosotros deseaba otra cosa que no sea un gol. Después de todo, la mentira es una esperanza que ya se desnudó. Y la desnudez, en general, provoca el deseo.
Al fin llegó. No el gol, sino mi jugada. Fue la única pelota que toqué en todo el partido y la segunda que vi. En la mitad de cancha Alguien se encontró con la pelota y la pateó tenuemente hacia el arco adversario. Aprovechando que los defensores estaban de espalda protegiéndose de la arena y propulsado por una fuerza extraña arremetí contra ellos y los superé. Corrí y corrí, sólo frente al arco lejano, intentando infructuosamente encontrar la pelota que se había extraviado. Al fin la encontré, viré alguno grados y seguí corriendo. El arquero contrario, conocedor de la leyes del fútbol, había salido a "achicar" desde que se inició la jugada, pero hasta ese momento sólo había podido avanzar poco más de 2 metros. Detrás del arco, Baeza y todos los suplentes de mi equipo contemplaban atónitos el desenlace de la jugada, como Valdano en el Estadio Azteca. Cuando enfrenté al arquero, un remolino extraño me hizo girar a mi y a la pelota bajo mi suela, émulo sorpresivo del mejor Ronaldo.
En esa jugada magistral quedé sólo frente al arco, seguro de que el que observaba jugadores para River y Boca estaría ya sacando la planilla donde yo debería firmar. Antes de que pateara para consumar la gloria se escuchó el goool!!! Goool!!! Levanté la vista y los brazos mientras la pelota seguía girando, oblicua, cada vez más oblicua, hasta que dió en la parte exterior del palo y salió de la cancha. Mi momento de casi gloria, ni siquiera fue corner.
Cuando volvíamos, desahuciados, mas derrotados que Bush en las próximas elecciones, Baeza se acercó a mi asiento.
— Chupe, escúcheme — me instó, amalgamando la informalidad de mi apodo con la solemnidad de algo importante que iba a decir.
— El gol no está hecho al gambetear al arquero — dijo, y se volvió cabizbajo a su asiento.
El miércoles pasado me acordé de Baeza y de sus palabras. Contra Estudiantes y desde dos partidos antes, a Boca le paso como a mí, aquella tarde de viento neuquino. Un remolino extraño lo dejó sólo frente a la gloria y gritó tricampeón antes de empujarla al arco. Todos gritamos, sobre todo los que estábamos detrás de la red.
Que Estudiantes es justo campeón, no hay muchas dudas. Pero la pasión de un hincha no entiende de justicias y este torneo que se nos fue deja un sabor desagradable, como si fuera el último sorbo de Cherry Coca.