Cuando el imbécil tiene la razón
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Divagar y pedalear son cosas que me salen con cierta facilidad. Son buenas virtudes, si uno las evalúa desde el placer y la salud y no desde el tiempo perdido y el olor a chivo. Lo nocivo, lo peligroso de estas actividades está en hacerlas al mismo tiempo. Pobre de mí: estoy en riesgo.
Voy a hacer una aclaración inmediata porque sé que mi viejo leerá esto y a la voz de "hijito..." enviará una encomienda con algunas cositas: no es que me suba a la bicicleta y me olvide del mundo (ni tampoco del tráfico que suele haber en las ciudades que hay sobre este), sino que simplemente naturalizo el ritmo, a razón de una idea nueva por cada revolución de cadena.
Aprendí a andar en bicicleta de viejo, a los 9 años. Un amigo de la infancia, Gerardo se llamaba, tenía una casa con patio grande, gallinas y bicicletas abandonadas. A cambio de una caja de madera que debía hacer mi papá (y no recuerdo si pagamos), me dió una de sus bicletas jubiladas y las primeras lecciones de conducir.
Era una bici negra, con llantas rígidas, asiento con respaldo y muchos kilos de metal. Las lecciones se reducian a empujarme a gran velocidad por la calle Petróleo del Barrio La Sirena (en ese entonces, aún de tierra y piedras seleccionadamente filosas) durante unos 50 metros y esperar a que la inercia me diera tiempo a recibir, como si fuese una epifanía, el equilibrio y la motricidad ausentes de mi cuerpo. Aún tengo piedrecillas incrustadas en los codos de aquella dulce —y dolorosa— infancia.
La cuestión es que aprendí y ya nunca dejé de pedalear. Tuve muchas bicicletas: nuevas y usadas, con más o menos antigüedad antes de que fueran robadas, con las que viajé por la montaña y con la que salté rampas de la muerte hechas por nosotros mismos, los pibes del barrio, compactando basura entre los eucaliptos.
En todos estos años de manos engrasadas y ruedos rotos casi no sufrí accidentes, exceptuando algún porrazo doloroso en el orgullo por haber sido a la vista de la niña amada. Tuvo que llegar el imbécil para recordarme que la suerte sólo acompaña a quienes respetan semáforos.
Era un sábado a la tarde. Salí apurado, sucumbiendo una vez más a mi absurda especulación: no sé de qué manera me convenzo de que llego a cualquier lado en quince minutos. Iba al barrio, y según se me acusó después, parece que doblé en rojo de Belgrano a Pueyrredón.
En la esquina siguiente, sobre Velez Sarfield, el semáforo era más evidente o el tráfico más amedrentador, porque me detuve sobre la senda peatonal. Un 504 destartaldo se paró a mi derecha (evidentemente yo iba por el medio de la calle) y el policía de uniforme igualito al Jefe Gorgory que lo conduciá empezó a increparme.
— ¿No sabés que los semáforos están para respetarlos? — inició, tibio, su campaña de concientización vial.
— ¿No ves que estoy esperando el semáforo igual que vos? — respondí, sobrador e ingenuo
— En la otra cuadra, boludito, ¡no te hagás el gil! — me puso en situación Gorgory, sacando a pasear sus nervios por la ventanilla.
— ¿Qué? Estás equivocado... — continué, impertérrito.
— ¿Qué me estás tratando de mentiroso, che culiado?¿Me estás diciendo mentiroso a mí? — perdió abruptamente las migajas de paciencia que tenía y se bajó del auto.
Tengo algunas experiencias con esta clase de energúmenos, que se han ganado no sólo a fuerza de gases lacrimógenos y autodesclasamiento mi más absoluto desprecio, y aunque sé de lo que son capaces, mi (in)consciencia me impide no enfrentarlos. Aunque alguna vez, como esta, tengan razón.
Ostentando su abultado cuerpo a poco centímetros de mi, Gorgory continuó:
— ¿Qué es lo que te pasa che culiao?, ¡Yo mismo te ví doblar en rojo!
— Primero, calmesé oficial — intenté poner mi condición para la negociación — y por favor no me escupa — y ahí lo eché a perder.
Gorgory, totalmente fuera de los pocos cabales que habitualmente tendrá, me bajó de la bicicleta y sobre la pared de la esquina me palpeó, y me amenazó con lo lindo que la iba a pasar en Encausados.
A esa altura de la fantochada yo estaba tan indignado que perdí noción de la asimetría de poder y también lo amenacé:
— Esto no va a quedar así — le dije, como si esas palabras pudieran amilanar su fastidio.
Cuando todo indicaba lo peor y yo no antinaba a desinflar un poco el pecho, Gorgory revisó mi mochila, donde llevaba una filmadora para el taller de comunicación que estabamos haciendo, y de la nada elucubró una teoría que lo quebró:
— ¡Ah! ¿Vos sos de esos que estudian periodismo, no? ¿Sos de los que se creen mejor que nosotros porque tienen camarita y hacen preguntas? ¡¿Por qué te crees mejor que yo, che culiao?!
Allí estaba, aunque Gorgory no lo supiera, toda la impotencia y sentimiento de inferioridad que produce un trabajo de mierda, y que bien reprimen cuando reprimen maestros o pibes en la calle.
Logré pedirle disculpas haciéndole notar que probablemente tenía razón pero que hay formas mejores de decir las cosas. Con los ojos brillosos, entre la agustia y el desasosiego, me pidió que tuviese más cuidado y que circule, circule, haciendo un gesto desganado con la mano derecha.