<cita|linea1=A mi abuela Ulita>
La niebla lo invade todo. Este cuarto que no eligió, este mundo que no es el suyo, estos ojos desconocidos que la miran y la buscan, y que aseguran conocerla. Acá la niebla. Más allá, también la niebla.
Sobre sus manos viejas como piel de papel, en los ojos alejados, en los huesos de antiguo barro valiente, todavía caminante. Y en el medio de toda la niebla, ella. Ella de espaldas a las ventanas derrumbadas de su presente baldío. De frente al abismo de su pasado, al velatorio continuo de sus memorias desvencijadas, famélicas, suicidas. A veces un sorbo de sol tibio la separa de la niebla y una lucidez con vida de mariposa de dos segundos, desesperada y heroica, consigue traer a sus padres, juntar nombres con rostros, revivir un domingo hecho del tiempo en el que su amor está siempre vivo, en el que siempre hay baile y en donde siempre hay risa, y en donde siempre es feliz como era. Un instante más y la mariposa caerá aplastada bajo el plomo implacable de una niebla invencible. Beso su mejilla, ya incalculablemente distante. Me pregunta quien soy. La niebla, otra vez, lo invade todo.