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Veinte minutos
Jorge Lanata
Lunes 21 de diciembre de 2009, por ,
Papá ni le contestó, sin dejar de sonreír avanzó hacia una pila de latas de tomate. El gerente tenia
jogging azul y creo que se maldijo porque justo esa mañana salió sin saco y corbata.
Papá miró el precio de una botella de Gordon’s y sacó tres, y después una de piña colada.
— Es rica —me dijo—. Bien fría.
— Es usted, ¿no? —preguntó una gorda, congelada ante la aparición. Tenía dos frascos de yogurt en la
mano izquierda.
— Soy —dijo Papá con una sonrisa, y le dio la espalda.
— ¿Me firma? —pidió la gorda, que mágicamente convirtió uno de los yogures en un cuadrado blanco
de papel.
Papá se frenó, buscó una lapicera en el bolsillo, la encontró y la gorda dijo:
— Esther, ponga para Esther. Cuando se lo cuente a Carlos no me va a creer. Ahora vivimos en
Miami, pero queremos volver a la Argentina. Nos fuimos cuando empezaron con los secuestros. A
Carlos lo amenazaron los Montoneros. Lo llamaron una vez, y no esperamos que volvieran a
llamar. Carlos creía que era una broma pesada de alguno de los del directorio, pero en esa época
nadie estaba para bromas, ¿no le parece?
Papá, en esos casos, sólo pronuncia frases de circunstancia .
— Vengan, nos hacen falta. Gente como ustedes nos hace falta —le dijo a la gorda estirando la mano .
— Gracias —dijo la gorda, y sacudió la mano de Papá Y me dio un beso—. Vos sos...
— Claudia — dije yo y seguimos empujando el carrito.
— Qué linda es — oí que decía la gorda mientras avanzábamos hacia la caja.
— La gorda me afanó la lapicera — dijo Papá en el auto, pero ya doblábamos hacia La Mansa.
— Era una Bic.
— Aunque fuera una MontBlanc. Menos mal que era una Bic.
— Ya sé, que no importa, digo.
— Soy yo el que dice si importa o no importa.
— ¿Y la Cross que te regale?
— Por ahí debe andar — dijo Papá mientras intentaba sintonizar algo en la radio.
— La perdiste también.
— Me la robó Gracielita Alfano.
— No digás eso delante de mamá, que sabés cómo se pone.
— Mirá — dijo Papi y señalo el sol. Estábamos parados en un semáforo. Punta del Este era violeta y
gris.
— Y vos que preferís ir al departamento de la Barra — le dije.
— ¿Qué Barra?
— La Barra de Tijuca.
— Sí.
— ¿Esto no es mejor?
Qué novedad. Igual voy a ir allá, en febrero.
— ¿Vamos a ir?
— Voy a ir — dijo él antes de bajar —. Ayudáme con las bolsas.
Papá ya durmió cinco de sus veinte minutos.
Yo sigo en el living, tirada frente a la ventana que da a la playa, miro el mar, miro el teléfono y un
reloj de pared. Llamó Marta Lynch, que está en José Ignacio, que va a quedarse hasta el veinte, que
si sigo tan linda como siempre, como siempre no más, que Piero quería hablar con Papá de un
proyecto, que cómo no estoy en la playa, que tenemos que ir juntas a la Posta del Cangrejo, que
claro, que bueno, que un beso grande. No dijo beso, dijo besote. Seis minutos.
— ¿Lo llamas vos? — me pidió mamá hace un rato, y volvió ansiosa al vestidor a probarse por enésima
vez el collar que le mandó Ricciardi como regale de Navidad.
— Es tan distinguido —dijo mamá con la mirada perdida en el espejo.
— Lo llamo yo.
Sé que va a despertarse solo, como siempre, pero mientras controlo el reloj me siento dueña de su
futuro. De sus próximos quince minutos.
Dos chicos con trajes de neoprene y una tabla se sentaron a charlar en la vereda. En Buenos Aires, la custodia ya los hubiera sacado.
Desde este sillón la casa parece vacía. El teléfono ya sonó tres veces; parecía una exageración: me
siento a cargo de un conmutador. Llamó Mitjans, el escribano. Que vuelve a llamar. Después sonó
otra vez pero cortaron.
— Era equivocado — dijo mamá aquella vez, en Buenos Aires. "Quién era", preguntó Papá. "Uno que
dijo que era amigo de una tal Marta Mac Cormack", contestó mamá. "No era equivocado", — dijo
Papá sirviéndose un gin—tonic. Nadie volvió a hablar del tema.
Mama sale del cuarto sin el collar.
— ¿Hoy es jueves? — me pregunta.
— Miércoles.Faltan dos días — dice.
— ¿Para qué?
— Viene Elenita. Me tengo que arreglar dos vestidos. El azul y ese ocre divino.
— No viene, ma, Elenita viene cuando estamos en Buenos Aires.
— Ya sé dónde estamos, me tratás como si fuera una loca. Viene. Yo hablé con ella ayer.
— Buenísimo; yo tengo ese Wrangler que se me cae.
— Dejámelo en el cuarto — dijo mamá desde el pasillo, y al rato oí el televisor de la cocina.
— ¿Ya es hora? — gritó.
— No, falta. ¿Vos no vas a Brasil? — le pregunté.
— ¿Cuándo?
— En febrero.
— No, ¿quién te dijo? No. ¿Dónde, a Brasil?
— Al departamento de la Barra.
— No.
— Él sí.
— ¿Cuándo te lo dijo?
— Ayer, cuando volvíamos del supermercado.
Mamá no dijo nada y sólo quedó en el aire el sonido de la tele. Pasaban esos avisos uruguayos del
siglo pasado. Mamá debe estar jugando al ciclope con el televisor: está cada vez más miope y se
pega a la pantalla para adivinar el programa.
A veces le habla al aparato. Diez minutos.
Un Willis frenó delante de los trajes de neoprene, ellos subieron y el jeep salió arando para Solanas.
El cielo era perfecto y cursi, como en una postal.
Sonó el teléfono y mamá atendió desde la cocina. Se rió. Es curioso, estuvimos años sin oír su risa
pero, desde que Papá renunció a la junta Militar, mamá se ríe seguido. Se ve que perdió la
costumbre de la risa: cuando se ríe, suelta un graznido, o una respiración larga, no una risa.
Nadie sabe cómo es la risa de Papá. Debí escucharla; no la recuerdo. Con la voz es distinto: la voz
de Papá suena como un altoparlante, como el televisor, cuando grita, en casa:
O en el Tennis Ranch, cuando jadea:
— ¡Pasala! ¡Pasamela! — y Emilio querría estirar la red para que Papá alcance la pelota.
Emilio ya tendría que estar acá, pero se está vengando: hace más de tres meses que no se enferma.
Ahora estará caminando por Gorlero, de punta a punta, hasta sacarle lustre. La última vez fue
insoportable; más de cuatro meses estuvo postrado en cama, mientras los médicos murmuraban
mirando al piso:
— No tiene nada.
— Tiene fiebre.
— Es psicológico.
— Son berretines.
— En los análisis no aparece.
Al final se curó y apenas llegamos a Punta del Este salió con Papá a navegar en el Pataleta.
La otra voz de Papá es en el mar. En el mar su voz suena más vieja, con un tono de miedo que
Emilio llamaría respeto, porque Papá y el miedo son incompatibles.
A veces creo que Papá le tiene miedo a su reflejo. No a su reflejo, en realidad, sino a ese gesto que
no maneja y se reproduce sin su control. Una vez vi ese gesto de sorpresa y de espanto en el departamento de Libertador, cuando Papá se
ajustaba la corbata antes de salir:
— ¿Te pasa algo? —preguntó mamá.
— Lo de siempre. Los verdes me tienen podrido — dijo Papá—. Es eso.
Tiempo después renunció a la Junta.Emilio juntaba todos los recortes en la carpeta, que en esos meses iba por el octavo tomo. Era
gracioso leer las especulaciones de los periodistas y saberme del lado de adentro, viendo cómo se
movían las marionetas, y quién era el responsable de los hilos. Debajo de las carpetas había cinco o
seis ejemplares del libro. Estaban sin dedicar.
Papá ya les encontraría destinatario. El camino de Ia democracia, decía el titulo en letras negras.
Papá estaba en la tapa, sonriente y tostado, con uniforme de gala y la bandera argentina a la
derecha.
"No vamos a combatir hasta la muerte, vamos a combatir hasta la victoria, esté más allá o más acá
de la muerte", decía la contratapa que decía Papá.
Abajo el logo en rojo del editor, Varela Cid.
Mi ejemplar estaba sin abrir; o mejor dicho abierto pero sin leer, porque no hay nada más aburrido
que los discursos. Cuando Papa lo trajo pasé las páginas y me fijé en una frase: "La Revolución del
Mar".
Lo imaginé a Papá en el Pataleta:
— Pataleta, Pataleta —había dicho Martincito.
Y le quedó Pataleta al barco. La revolución del mar. Papá parado sobre la cubierta de una palabra
que repitió su nieto.
En la comida que se hizo en casa por la aparición del libro, estaban Eduardo y Luz con Martincito.
También estaba el Gordo Lezama, que no paraba de transpirar y jugaba con el borde de la
servilleta.
— Buenas fotos, ¿no? —dijo Lezama.
Yo pensé de inmediato que las fotos eran espantosas. Papá con el Papa, Papá con el Rey
Juan Carlos, Papá con un jeque árabe. Papá con unos chutes.
— ¿Y de que hablaban? —pregunté.
— Boludeces —dijo Papá, y el ambiente estalló y se descontrajo.
— Menos con el Papa —dijo Eduardo.
— Menos con el Papa, claro —dijo Papá—. Ése sí que entendió su negocio.
Papá dedicó ejemplares a cada uno de los presentes y todos se fueron sabiendo cuál era su tarea
para el hogar.
Cuando Kissinger estuvo en Libertador, no encontraban un ejemplar del libro en ningún lado.
Mamá abrió la puerta de mi cuarto y yo pense: taquicardia.
— ¿No saben donde habrá? —nos preguntó, en un jadeo.
Emilio revolvió las carpetas y nada. El mío estaba marcado en la frase que decía "Revolución del
Mar’’. Eduardo y Luz estaban en el campo. La casa seguía silenciosa; ni siquiera se oían las voces
desde el living. En ese memento entramos todos en pánico: nos imaginamos a Papá enfrentando el
papelón, y lo que pasaría después. Al final yo desenterré un ejemplar que apareció
inexplicablemente en la cocina. Mamá me lo arrancó sin agradecer y salió disparada para el living.
Cuando abrió la puerta no oímos una sola voz: ¿estarían en silencio, Kissinger y Papá? Miré por la
ventana del cuarto. Un Fairlane negro y dos Falcon sin chapa estaban cruzados en Libertador.
Pensé en abrir el cuarto para que se aireara, pero no: esa mañana Emilio había vuelto con unas
líneas de fiebre del colegio, y ahora había vuelto a la cama.
— En casa —le dije a Daniela al rato, cuando me llamó.
Ella largó una carcajada.
— No te miento, boluda, Kissinger está en casa.
Durante la cena Papá parecía cansado y melancólico, algo despeinado, como cuando termina de
jugar al squash.
— Los yanquis están a muerte con nosotros —fue todo lo que dijo.
Menos de cinco minutos.
¿Por qué no dejarlo dormir? Imposible, se despierta solo. Caminé hasta el cuarto en puntas de pie;
la puerta estaba entornada. Cuando me asomé vi a Papá tirado en diagonal sobre la cama, con la
cabeza en dirección a la ventana. No parecía dormido. Estaba boca abajo, con la mirada congelada
en el marco. La puerta crujió y Papá pidió silencio con la mano.
— Vení —murmuró.
Me acerqué. El cuarto estaba en perfecto orden, salve ese vaso de gin—tonic por la mitad, en la mesa
de luz. Papá hizo otro gesto para que me acostara a su lado, boca abajo, como el. Quería mostrarme
algo.
— Mirá —dijo.
No vi nada. El marco blanco de la ventana y el olor a sal y pescado que se hace más intenso por la
tarde.
Papá seguía mirando fascinado. Con un dedo señaló a la nada, entre el marco y la pared.
— Ahora sí la veo —dije.
Una pequeña araña, casi transparente, trepaba trabajosamente por su tela. Papá volvió su cara hacia
mí con una sonrisa. Se cruzó de brazos y se acomodó, alejándose un poco de la araña. El viento, o
quizás un imperceptible movimiento de la colcha, hizo que la tela se bomboleara y demostrara su
resistencia.
— Matála —le dije en voz baja.
— Trae mala suerte.
— ¿Nos vamos a quedar así toda la tarde?
Papá negó con la cabeza.
— ¿No te parece increíble? —me preguntó
— ¿Qué?
— Eso. Cómo va tejiendo la tela de a poco. A veces se le rompe, y parece que se cae pero no, vuelve
para atrás y teje de nuevo. Quiere llegar hasta la ventana. Y va a llegar. En un rato.
— Querrá salir a la calle.
— ¿Qué calle? Ni se puede imaginar la calle —dijo Papá.
Papá levantó la mano derecha y la araña quedó congelada en la tela.
— Te tiene miedo —le dije.
— No. Es otra cosa. A mí no me puede imaginar, tampoco —dijo Papá.
La tela de color plata se cortó en uno de sus extremes.
— ¿Cuánto tiempo vivirán?
— No sé. Uno, o dos días. A lo mejor ya está a punto de morirse. No viven mucho.
— Nunca va a llegar a la ventana —dije con pena.
— Ella no lo sabe. Ella teje, nomás.
— Mirá —le dije—: se mueve de vuelta, sigue tejiendo para el mismo lado que se cortó.
— Nunca aprenden —dijo Papá.
Retrocedí sobre la cama y, sin querer, tiré al piso el diario que estaba junto a mis pies. La araña no lo advirtió. Siguió tejiendo con una lenta obstinación.
— ¡Negro! ¡Es hora! —grito, mamá desde la cocina—. ¡Claudia! ¡Claudia! ¿Dónde se metió esta chica?
Los dos nos levantamos suavemente, con cuidado de no quebrar la tela. Papá agarró su vaso de gintonic
y lo terminó de un sorbo. Después se acomodó el pantalón Y buscó el reloj. Sus ojos se
reflejaron en la ventana y apartó la mirada de inmediato.
El diario tirado en el piso decía: "Escándalo por la P2: Detuvieron en Roma a Licio Gelli".