Portada del sitio > De otros > Monólogo octavo: Habla Dulcinea
Monólogo octavo: Habla Dulcinea
Fernando Savater
Viernes 29 de junio de 2012, por
Nadie da serenatas a la ventana de mi casa, que no se abre sobre jardín palaciego
sino sobre la era, porque soy fácil de localizar en el pajar o en cierto rincón que
yo me sé -y otros muchos también lo saben- de la arboleda por donde pasa el
viejo camino sur. Además, los desmayos mal se avienen con mi conformación
natural, que es más bien garrida y propia para realizar trabajos como de hombre,
no para alferecías y palideces de señora principal. Vean mis brazos, más fuertes y
renegridos que los de mis propios hermanos; en cuanto a la voz, desde lo alto del
campanario de la iglesia me hago escuchar de mi padre cuando está segando,
miren por esto vuesas mercedes si soy yo niña bonica o moza muy hecha y
derecha. Ya se ve que no soy fina ni hermosa, pero tampoco contrahecha ni de tal
modo desfigurada que no pueda un hombre sencillo solazarse en mi compañía y
hasta solazarse mucho, porque es sabido que, cuando las ganas de por abajo
aprietan, el aliento a ajos parece fragancia de ámbar y no hay en la algalia
perfume tan adecuado al trajín carnal como el honrado sudor. Digo todo esto
para que bien se sepa que nada tengo que ver con las Melibeas o Melisendas de
los libros mentiroso, donde cada zagala resulta ser ignorada princesa y todas las
labradoras son hermosas como vidrieras de catedral, puras como losas de
sepulcro e ilustradas como un bachiller de Alcalá. Ni soy ni quiero ser más que
Aldonza Lorenzo, hija de un modesto labrador del Toboso, moza trabajadora y
útil en la casa y en el campo, a la que no hace falta requebrar demasiado
galanamente para conseguir que atienda las súplicas amorosas, ni prometer lo
que no se ha de cumplir para que acceda a las caricias, ni hay que robar por la
fuerza lo que ella concede de muy buen grado.
Ahora entenderán mejor vuesas mercedes lo que he de contarles, un sucedido
picante sobre cuya gracia poca o mucha vuestra generosa disposición sabrá
juzgar. Pues fue que me hallaba yo ahechando trigo en casa de mi padre cuando
se me presentó un compañero del pueblo vecino al que tenía vagamente visto de
antes, un tal Sancho Panza, labrador de su estado y hombre sencillo y cumplido.
Venía con la más extraña encomienda que imaginarse pueda: por lo que me
explicó el buen hombre con muchos circunloquios y abundantes refranes, no
todos bien traídos a cuento, se trataba de cierto hidalgo que había dado en
creerse caballero andante y que me había elegido a mi como dama de sus
pensamientos, llamándome en su desvarío con el poco cristiano nombre de
Dulcinea, que más bien parece gracia moruna o rótulo de planta medicinal. A tal
señor yo no le había visto en mi vida, ni según parece él tampoco había topado
nunca conmigo, aunque no por ello estaba menos rendidamente enamorado de
mis desconocidos encantos. La cosa parecía, como puede verse, burla y aun algo
pesada, tanto más cuanto que el dicho caballero no parecía incluir entre sus
planes inmediatos proponerme honesto matrimonio, cosa que yo, desde luego,
no hubiera tenido prisa alguna en aceptar. Por lo que Sancho decía, mi
enamorado esperaba a las afueras del pueblo que yo le diese venia para besarme
los pies. Repuse muy gentilmente que la hija de mi madre no era princesa ni
arzobispo para que nadie hubiera de besarle los pies, ni tampoco tan boba para
no saber que no es bueno mezclar lo que Dios ha separado ni una aldeana puede
creer en amor de hidalgo cuando no ha mediado ni una palabra entre ambos ni
siquiera una mirada o el más mínimo gesto de natural acercamiento. Insistió
Sancho Panza con las mejores razones y modos del mundo, para vencer mis
recelos más que justificados; le repuse yo de nuevo a mi modo, creo que no sin
picardía y propiedad. De lo uno pasamos a lo otro y él me fue contanto sus
muchas peripecias como escudero del hidalgo, las más de las cuales habían
acabado con perjuicio de sus costillas; también me habló de su amo y de tal
modo que, aunque decía seguir a su lado por el interés de no sé qué ínsula que se
le había prometido, más bien pienso que no le abandonaba por puro cariño, pues
lo retrataba como si fuera un santo, aunque algo falto de seso, como quizá lo sean
todos los demasiado altos de espíritu. Y seguimos hablando; y hablando, porque
él se encontraba bien conmigo y a mí me gustaba su honradez y franqueza.
Ya se irán imaginando vuesas mercedes cómo acabó la cosa. Poco a poco
pasamos a hablar más de nosotros y menos del esforzado caballero andante que
me esperaba sin conocerme. Ya he dicho que no soy esquiva y Sancho, aunque
casado y leal por naturaleza, tampoco estaba en vena de hacer remilgos a la
ocasión que se le ofrecía. Jugamos largo rato, con gran contento por ambas
partes. Cuando acabamos, él volvió a acordarse de su amo y del encargo que
traía; yo, que me sentía generosa y con ganas de seguir enredada en la misma
madeja que acababa de ceñirme, le dije que podía traer a su caballero si queria,
pues estaba dispuesta a darle a él también el mismo regalo con que había
obsequiado al escudero. Pero Sancho no quiso ni oír hablar de ello: hasta me dijo
algo secamente que bien se veía que yo no entendía nada de caballerías y que no
iban las cosas del mismo modo con el escudero que con el propio caballero
andante. No entendí bien sus razones, pero pienso que quizá tuviese algo de
vergüenza por haber traicionado la confianza de su señor o a lo mejor celos de
compartir con él mis caricias. Lo cierto es que se fue con mucha prisa, dispuesto a
contar a su amo que no me había encontrado o cualquier otro embuste parecido;
y al marcharse me llamó Dulcinea, como si no supiera de sobras que no soy sino
Aldonza Lorenzo.