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Margaritas

Emanuel Rodriguez

Lunes 1ro de marzo de 2010, por martin

La van a operar, la tienen que operar con urgencia. Le dijeron que por favor no se mueva, que haga reposo. Pero está haciendo de comer. No puede parar de cocinar. La casa hierve. Afuera, la capital de La Rioja es un infierno, y la casa de mi madre es un sauna dentro de ese infierno.

De La Rioja, me doy cuenta de que me había olvidado: los nombres de las calles, cómo se llega al Hospital y lo insoportable que es el sol. Y la energía que le pone mi mamá a las cosas.

¿Hasta qué limites la intimidad de las personas puede ser interesante?
Escribo sobre mi madre porque en dos días me enseñó algo que acaso necesito traducir.

Mi madre guiñándome el ojo tras decirle a la mujer morosa que en unos días le van a extraer una sección de su intestino y que por eso sería conveniente que, vamos, le pague la deuda. Mi madre buscando la alegría de los demás. Ahora le está haciendo una torta a la doctora que le llenó de gas el vientre para ver qué onda. La torta es de chocolate. La veo decorar su regalo y no entiendo algo que sé que me está transmitiendo. Algo que tiene que ver con el amor.

Los trabajos de mi madre: bancaria, fabricante de abanicos de Loco Mia, vendedora de seguros, panadera, vendedora de agua potable, carnicera. En todos sus empleos fue feliz y después quebró. Ahora hace viandas de bajas calorías para unas 20 personas que le escriben mensajes en el dorso de los folletos: gracias María Rosa, estaban riquísimos. O “La próxima vez ponele menos cebolla porque si no después no puedo cagar”. Y de jueves a sábado abre una lomitería que se llama como el minimarket de mis hermanos, 2014. Le pusieron ese nombre porque quieren que el negocio les permita viajar a ver el Mundial de fútbol en Brasil, en el 2014. A mi mamá le parece un gran sueño.

Mis amigos rezan por ella. Me llaman por teléfono y ella sonríe. Le cuento que mis amigas sabían que ella estaría tal como está ahora, haciendo chistes sobre la especie de papa maligna que tiene atravesada en la cañería. A veces hace chistes que no le entiendo pero igual me causan gracia. Por ejemplo ahora tiene una muletilla: dice “la guitarra de Lolo” para describir situaciones. No sé qué situaciones, aún no he logrado establecer un patrón.

Recién hablaba de un hombre y me dijo: “No es exactamente como la guitarra de Lolo pero es algo parecido”.

Hace mucho calor aquí. Es una versión demoníaca del calor. Los ventiladores escupen un aire que parece salir de un horno de panadería. Mi mamá de vez en cuando se sienta y se abanica con unos papeles en los que escribe frases que le van gustando. El que tiene ahora mismo en la mano dice “La voluntad de Dios no me llevará donde la gracia de Dios no me pueda proteger”. “¿Y? ¿Qué onda tu mami?”, me pregunta mientras me acerca una cuchara. Lo que sea que está cocinando está delicioso y se lo digo. “Y eso que tengo margaritas en el culo”, me dice.

Octubre 29, 2007

Ayer voté por Pino Solanas mientras madre descansaba en una cama, lejos de su cocina, viendo por la tele que su candidato tampoco tendría chances. Ella fue de las primeras en votar a Lavagna: llegó, discutió con alguien y volvió a la cama. Tuvo todo el tiempo el celular en la mano, para indicarle a mi hermana cómo se hacen las ensaladas, y cómo se pone en remojo el trigo burgol. Se tiene que tranquilizar, porque hoy le llenan la panza de un líquido que nos va a dar más precisiones sobre las dimensiones del ramo de flores que le está tapando un caño. Pero no puede quedarse quieta. Me acuesto a su lado y me da la mano. Opina sobre la política nacional. Le cambió de canal y en Fox están dando Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. Le digo que es probablemente la película que más me haya gustado. Le va a pedir a mis hermanos que se la alquilen. Cambiamos de canal.

Me doy cuenta de que no sé muy bien qué tipo de películas le gustan a mi mamá. Tampoco sé mucho de otras cosas. Pienso que he sido feliz viendo Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y pienso también que no sé qué cosas hacen feliz a mi mamá. A veces es feliz por sus cinco hijos, por las cosas que a veces nos salen bien. Se puso contenta cuando entré a trabajar en el diario, por ejemplo. Y una vez la vi llorar porque creyó que yo era abanderado. Fue en el jardín. La verdadera abanderada estaba bailando folklore. Era un acto del 9 de julio. Yo nunca tuve talento para esas cosas, así que estaba al costado, detrás de la señorita. Cuando empezó el cuadro de baile, la abanderada le dejó la bandera a la seño de mi sala, moño fucsia, jardín Manuel Lucero, la salita al frente del arenero, había una tortuga en el tobogán. Cuando terminó el cuadro de baile terminó también el acto. Sonó la marcha para que se retire la bandera. La seño miró para atrás. Me dio la bandera y me dijo que vaya a dejarla a la cooperadora. Yo salí, escoltado por otros dos. Miré hacia la izquierda y vi a mi mamá llorando. Pegó un grito de alegría. “Mi hijo”. Mi abuela la acompañaba. “Mi hijo es abanderado”. Cuando salí del jardín mi madre me fusiló a besos. Yo no le expliqué nada. Recibí el cariño, las felicitaciones, el premio. Me llevaron a tomar un helado a Gatelín. Yo sabía que estaba mintiendo. Lo sabía muy bien. Igual me tomé el helado. Más de dos décadas después no tengo idea de qué haría feliz a mi madre. Sus amigas la rodean y la veo reír. Preparan un viaje a Salta, para visitar a una virgen.
Viajé de vuelta pensando en las cosas que no sé de mi mamá. Por ejemplo, cuántos años tiene. Nació en el 56, pero para mí siempre tendrá 26, que es la edad que tenía cuando la vi llorar de alegría.

Noviembre 2, 2007. La traductora de flores.

Llegué unos minutos antes que ella. Me atendió una secretaria y me senté. Noté que el lugar era cálido pero no presté atención a la decoración ni a los cuadros. La vi bajar del taxi, acompañada de su hermana. Acá está mi hijo, dijo al entrar. Traía unos sobres con radiografías. Llenamos la ficha de admisión y volvimos a sentarnos. Ella se sentó al frente de mí. Me miró la cabeza. Pensé que vendría algún comentario sobre el peinado. Pero ella siguió mirando. Yo le estaba estudiando los gestos. Habíamos hablado mucho estos últimos días. Habíamos acordado que no le íbamos a decir cáncer a eso que tiene a 13 cm de su culo. En unas semanas la hija de mi hermano cumple años y hay una fiesta de disfraces. Mi mamá ya sabe que se va a disfrazar de margarita. Antes me había mandado a buscar uno de esos delantales que tienen estampado el torso de una mujer desnuda. Mi madre comenzó a sonreír. Me señaló con los labios y con un ligero movimiento el cuadro que estaba encima de mi cabeza. Era un campo de margaritas. Todo está conectado, me dice. Todas las flores del mundo me están diciendo que me voy a poner bien.
5 de noviembre de 2007. Parapente

Mi mamá quiere hacer parapente. El médico le dio fecha de operación para dentro de un mes. Es una operación con riesgo de vida, le dijo. Te recomiendo que en este mes hagas todo lo que quieras. Parapente, Julito, quiero hacer parapente. Hacé lo que quieras. Media hora antes mi mamá salía de la anestesia total. Cantaba. Mi tumor es como esa canción. Malo malo malo eres. Había comprado 30 pesos de margaritas. Pidió hablar con mi hermano, que la esperaba en La Rioja. Marcos, dijo, hacé los pozos en el patio. Después nos mostraron el video. Era como esas películas de terror en las que la cámara está en el punto de vista del protagonista y avanza por túneles tenebrosos y húmedos. De repente las paredes se ponen negras. Malo malo malo eres. También tiene dos naranjas en el útero. Así que en un mismo corte sale todo. Mi mamá me aprieta la mano. Por fin llora. Le pregunta al médico por qué. Es genético. Tus hijos deberían revisarse sí o sí a partir de los cuarenta años. Mi mamá me mira: te quedan diez años de virginidad en el culo. Después piensa un instante. Bueno, dice, yo creí que no les iba a dejar nada de herencia. Yo hago silencio o digo cosas inapropiadas. No sé qué se puede decir, aunque hace días que sólo pienso en palabras que me expliquen la situación. Le aprieto la mano. Una tomografía más y al cuchillo, le dice Julito. Lo llamo a mi hermano. Le pregunto si conoce algún profe de parapente. Mi hermano me dice que sí, claro, pero no pregunta para quién ni qué nos dijo el médico. Ya sabe. Yo la voy a acompañar, me dice.

Van a volar por encima de una ciudad ardiente. Van a ver desde el cielo el lugar donde viven desde hace 15 años. Dicen los que lo han hecho que hay paisajes increíbles. La ladera de las sierras del Velazco, los abismos entre las montañas. Mi mamá quiere ver todo eso pero no le importa tanto como pasar por encima de su propia casa, ver su patio, sobrevolar sus margaritas.
Noviembre 9, 2007. San Expedito

Sin saber nada más que el diagnóstico, una tía de mi madre le regaló 30 estampitas de San Expedito. Mamá las guardó en la cartera y me esperó en la casa de sus padres. Cuando llegué me las mostró. Mirá. Ella le había regalado una estampita de San Expedito a la doctora que le hizo las primeras rectoscopias, pero lo había hecho como un chiste. Decía que la doctora se la pasaba oliendo los pedos de los pacientes después de inflarles el intestino con gas, así que el santo de ese tipo de médicos tendría que ser, por necesidad nominal, San Expedito. A mí me parecía un mal chiste, pero yo hago ese tipo de juegos de palabras casi como un medio para ganarme la vida, así que no le dije nada y me reí. Dos semanas y tres tumores después, una tía de mi madre le regala una estampita de San Expedito. Todo está conectado, me dice mi mamá. Y me muestra la estampita. Es el santo de las causas urgentes. De la Pronta Solución. De los difíciles problemas que nos quitan el sueño. Es el santo de los desesperados. Ayer mi madre estaba comprando témperas para pintar lámparas y en el negocio había folletos de San Expedito. De repente se lo cruza en todos lados.
Ahora le reza y reparte su imagen. Yo estuve a punto de decirle lo que le digo siempre, que no creo en esas cosas. Sin embargo me guardé la estampita en la billetera, en silencio.

Mis compañeros del diario hicieron una colecta y juntaron exactamente lo que nos faltaba para el plus de uno de los cirujanos. Todo está conectado, dice mi mamá. Ayer volvió a La Rioja. La operan en un mes. Dice que vuelve con tortas de chocolate para el diario y tortas de chocolate para mis amigas. Su manera de decir las cosas es con tortas de chocolate.

Noviembre 21, 2007. Artefacto

Mi mamá alzó a su nieta y se metió en el castillo inflable. Los invitados llegarían en una hora. Jugaron todo ese tiempo. Dos nenas rubias flotando a medio metro del suelo. Después se fue a su casa, a vestirse con el disfraz. Lo había hecho ella misma, no sé cuándo porque vive en la cocina. Salió de la casa transformada en una margarita. Tiene una Suzuki 50 cm3 que hace un ruido de espanto y que no tiene más cuadro que un caño entre el manubrio y el asiento. Una flor a 30 kilómetros por hora bajaba la ladera de las sierras riojanas. Una flor sonriente. De vez en cuando siente dolores insoportables y sólo piensa en el día de la operación. Después del 5 de diciembre no tendrá más cáncer, aunque nadie que la viera bajando en moto y disfrazada de flor por las calles de La Rioja podría decir que ahora lo tiene. Baja de la moto y entra a la fiesta, ya repleta de invitados. Grita de alegría. Su nieta la rodea, no lo puede creer: una mujer amarilla rodeada de pétalos tiene la cara de su abuela
y la sonrisa como una galaxia en expansión. Es una manera de aprender algo. Me llama por teléfono y me lo cuenta: acaso esté llorando. Yo la escucho, trato de que cada una de sus palabras me quede como una foto en la cabeza. Le digo las cosas de siempre, que la quiero y que todo va salir bien. Mañana pasa un equipo de gente por su casa, la suben a una camioneta, a una montaña y a un artefacto alado. Va a hacer parapente. Es otra manera de aprender.

Noviembre 26, 2007. Velocidad.

Voló durante una hora. 51 años y cuatro carcinomas invasivos. ¿Qué parte de mi mamá despertó el diagnóstico del médico? ¿Hubiera saltado en parapente, y volado una hora sobre las sierras riojanas, hubiera abrazado al instructor y sonreído hasta dormirse, mi mamá, si no le hubieran dicho que el 5 de diciembre enfrentaría una operación riesgosa? La intensidad del miedo es la medida de su vitalidad. Un rato antes de que la pasaran a buscar le avisaron que podría dejar de alquilar. Una casa propia, un plan de vivienda: mi mamá hizo la cuenta y le dio más de 30 años de alquilar casas, departamentos y negocios. “Una buena”, dijo, y se puso el traje para saltar en parapente. Ha construido en menos de un mes el resumen de sus virtudes, y viaja en 4 x 4 hacia la cima del cerro. El instructor le da las pautas. No hay temor en la cara de mi mamá, aunque sí nerviosismo por la inminencia de una sensación de poder. Salta. Se mantiene en el aire, detenida por las corrientes de viento. Sonríe inmensa, eternamente. Pasan los 15 minutos acordados, pero el instructor la ve feliz y también disfruta. Le regala
un rato más, 45 minutos más. Mi mamá ve dos cóndores que vuelan cerca. Uno le pasa por arriba, otro por abajo. Ve la ciudad, el llano, el río seco. Ve el cielo más cerca, la cima del cerro desde arriba, sus nietas. No sé qué habría pasado conmigo si hubiera crecido con la imagen de mi abuela haciendo parapente. Acaso sabría, entonces, el significado de la sorpresa en el rostro de mis sobrinas. Baja y abraza a su hermana. Un tejido se recompone en el límite de las cosas. Mañana llega a Córdoba. Pasado mañana necesitaremos donantes de sangre y una máquina que se llama sutura mecánica. En unos días Julito, su doctor, le va a sacar cosas que le hacen mal: tumores, órganos inútiles y 51 años sin volar en parapente. El día del vuelo me llamó. “Después de la operación me tiro en ala delta”, me dijo. Me acordé de ella haciendo pan, vendiendo seguros, haciendo ladrillos en un terreno desierto y caluroso. De ella cocinando, de ella limpiando la casa. Me acordé de ella en la tierra. Cuántas cosas que no sé de vos, le dije. “Me faltó velocidad”, me contestó.

Noviembre 28, 2007. Cigarrillos

Una amiga de mi madre la visitó en la casa de mi abuela. Le llevó una foto de juventud: mi madre a los 20 años. Yo no había visto fotos de mi madre joven. Sí de cuando era niña, en unos cuadros muy feos de retratos de bebés que después fueron mis tíos, tías y mamá, y que se parecen a mis sobrinos y a mis hermanos. Pero no había visto fotos de ella cuando era joven.

Ni siquiera me la había imaginado joven. Para mí siempre fue una señora preocupada en darnos de comer y que no se esforzaba lo suficiente para comprarme zapatillas Nike. Creo que nunca había asociado la belleza a la imagen de mi madre, por ejemplo. Cuando su amiga me mostró la foto se abrió un abismo. Mi mamá, 20 años, vestida como una adolescente, con una etiqueta de Marlboro en la mano. Yo no sabía que mi mamá alguna vez había fumado cigarrillos con cierta onda. Recuerdo haber ido a comprarle Chesterfield, primero, y Parliament, cuando la plata alcanzaba para una sola etiqueta y se impuso la elección de mi padre. A veces fumo Parliament: la etiqueta azul y blanca me hace acordar a las veredas de Tablada Park y los quioscos en los que compraba los cigarrillos para él. A veces le daba la etiqueta abierta: me gustaba sacar la tirita del celofán con el gesto adulto con el que lo hacía mi padre, y golpear el paquete contra una mesa o el borde de la silla, despacito, para que el tabaco se asiente. En la foto, mamá tiene una etiqueta de Marlboro y 20 años. Le falta un año para casarse y dos para parirme. Pienso que no he visto a mi madre tan bella nunca porque nunca la he visto tan feliz. La foto es en blanco y negro, de cuerpo entero. Las piernas de mi madre son las piernas de una chica. La camisa, el pantalón, estudio la ropa que tiene puesta mi mamá en la foto, el gesto de sus manos. No está posando, está riendo, como si alguien le estuviera diciendo que es hermosa o que parece Brigitte Bardot, con ese paisaje al fondo. Primero yo y después mis cuatro hermanos. Y mi padre. Creo que nos llevamos entre todos la alegría que tiene mi mamá en esa foto, y que 30 años después parece recuperar, por el miedo que le vino después de que le dijeran que todos sus anteriores problemas
eran pequeñeces: señora, tiene un tumor maligno en el colon. Conocí a su mejor amiga el día de la foto, en la casa de mi abuela. Tengo 29 años y jamás había hablado con la mejor amiga de mi madre. Ni siquiera sabía que mi mamá tenía amigas. Digo, amigas como las que tengo yo. Las tiene. Y ellas tienen un archivo de fotos de cuando mi mamá era más chica que yo y volvía locos a los chicos de mi edad. Me quiero quedar con esa postal, es mi mamá, pienso. Pero también es la amiga de la dueña de la foto. La dueña de la foto la guardó por 30 años. El amor tiene forma de fotografía. Me vuelvo a casa. La ruta hacia Agua de Oro está oscura. Entro al pueblo, a la calle empinada. Cuando llego a mi casa hay una chica esperándome en la puerta. Tiene el pelo rubio y una etiqueta de cigarrillos en la mano.

Diciembre 5, 2007. Hoy.

Estaba cansada pero le faltaban unas diez páginas para terminar de leer una novela que la hacía llorar. Se las leí. Cometas en el cielo, se llama la novela. Era la primera vez que le leía algo después de leerle la tarea, tal vez en quinto grado.
En la novela, el protagonista espera en un hospital un diagnóstico sobre alguien a quien ama. Dice: “En este lugar se producen los reencuentros con Dios”. Mi mamá me pide que le repita la frase.
Viene un pelado, la sube a una camilla y la sube al ascensor.
La rodeamos. Sus cinco hijos.
Le decimos que todo va a estar bien. Se va.
Nos quedamos tan inmensamente solos.
Tan
Solos
que nos damos la mano. Nos vamos a tomar un café.
Tres a cuatro horas de operación, nos dice el médico. Hay riesgos, porque la intervención es cerca de órganos vitales.
Mi mamá es un órgano vital, le dice mi hermano.

Julito el cirujano bajó las escaleras y dijo:
— Ya terminó la cirugía. Salió todo bien.
Ahora hay que esperar, claro. Pero en principio salió
todo bien.
Madre apareció al rato, sobre una camilla, irreconocible salvo por su pelo. Otro color, partes hinchadas.
— Emanuel —dijo.

Para mí, todo el poder y toda la gloria. Habíamos rezado, los cinco juntos, por ella.
— Emanuel. Qué lindo nombre te puse.

Enero 5, 2007. Final feliz.

Según la biopsia a mi mamá le extirparon 16 cm de intestino. Un chinchulín largo y negro, entumecido y lleno de margaritas.
Según la biopsia no quedó nada de todo eso dentro del cuerpo de mi mamá, y eso es una buena noticia. No hay que hacer rayos, ni quimioterapia. Mi mamá creía que se iba a quedar pelada y ya tenía vistas algunas pelucas: la que más le gustaba era frondosa como el pelo de una Barbie. La llamé y le conté. Se puso contenta y su voz parecía un parque de diversiones. Se levantó de la cama y se fue a su jardín: las margaritas están donde tienen que estar. Fui a pasar navidad con ella y la encontré como era antes del cáncer: demandante, hincha pelotas, ciclotímica, alegre. Pura vitalidad. El apellido de mi mamá es muy italiano y ella es como dice la gente que son los italianos: gritones, alegres, puteadores, desordenados, pasionales. El apellido de mi mamá y de mis tíos es muy italiano, los domingos mi abuelo come tallarines o no come. Y no los corta, los enrolla, los moja en una salsa roja y pulposa. Hacen ruido cuando comen, los italianos. Yo también. De vez en cuando la pasan bien: miran alrededor y ven una familia, se emocionan con eso. Comen mucho, los italianos. Igual algo cambió en esos meses en los que convivimos con el miedo a que se muera: el miedo es una oportunidad que mi mamá aprovechó. Ahora está contenta, mira las margaritas que plantó, las margaritas con las que decoró el árbol de navidad y las margaritas con las que pintó sus manteles: son un poco obsesivos, los italianos. Yo heredé eso pero en la forma de una ignorancia afectiva calamitosa. Mi mamá lo sabe y siempre me pregunta si aprendí a dejar ir. Está leyendo libros de autoayuda que le enseñan a decirme cosas como “hay que dejar ir”. Yo hace mucho que no leo nada que no sea para el trabajo. Cuando tengo tiempo libre escucho a Jeff Buckley.
Well your faith was strong but you needed proof You saw her bathing on the roof Her beauty and the moonlight overthrew you She tied you to her kitchen chair She broke your throne and she cut your hair And from your lips she drew the hallelujah.


Emanuel Rodríguez es uno de los mejores escritores cordobeses vivos. Aún no ha publicado ningún libro y duda si alguna vez lo hará. Pero tiene un blog.

También escribe en el suplemento de cultura del diario La Voz del Interior y dirige la Revista Diccionario.

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