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Espantapájaros /3

Oliverio Girondo

Miércoles 2 de diciembre de 2009, por martin, Oliverio Girondo

Y no contenta con hacerme navegar por todo el mundo, cuando hace dieciséis años que estoy anclado en el correo:

«¿Recuerdas las que tenía cuando me conociste?... En ese tiempo me imaginaba que serías soldado y mis pezones se incendiaban al pensar que tendrías un pecho áspero, como un felpudo.

»Eras fuerte. Escalaste los muros de un monasterio. Te acostaste con la abadesa. La dejaste preñada. ¿A qué tiempo, a qué nación pertenece tu historia?... Te has jugado la vida tantas veces, que posees un olor a barajas usadas. ¡Con qué avidez, con qué ternura yo te besaba las heridas! Eras brutal. Eras taciturno. Te gustaban los quesos que saben a verija de sátiro... y la primera noche, al poseerme, me destrozaste el espinazo en el respaldo de la cama».

Y como me dispusiera a demostrarle que lejos de cometer esas barbaridades, no he ambicionado, durante toda mi existencia, más que ingresar en el Club Social de Vélez Sársfield:

«Ahora te veo arrodillado en una iglesia con olor a bodega.

»Mírate las manos; sólo sirven para hojear misales. Tu humildad es tan grande que te avergüenzas de tu pureza, de tu sabiduría. Te hincas, a cada instante para besar las hojas que se quejan y que suspiran. Cuando una mujer te mira, bajas los párpados y te sientes desnudo. Tu sudor es grato a las prostitutas y a los perros. Te gusta caminar, con fiebre, bajo la lluvia. Te gusta acostarte, en pleno campo, a mirar las estrellas...

»Una noche —en que te hallas con Dios— entras en un establo, sin que nadie te vea, y te estiras sobre la paja, para morir abrazado al pescuezo de alguna vaca...»


de Espantapájaros, 1932

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