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El sentimiento de la poesía en la infancia...

Julio Cortázar

Jueves 22 de octubre de 2009, por Julio Cortázar, martin

El sentimiento de la poesía en la infancia: me gustaría
saber más, pero temo caer en las extrapolaciones a la
inversa, recordar obligadamente desde el hic et nunc que
deforma casi siempre el pasado (Proust incluído, mal que les
pese a los ingenuos).

Hay cosas que vuelven a ráfagas, que alcanzan a
reproducir durante un segundo las vivencias profundas,
acríticas del niño: sentirme a cuatro patas bajo las
plantaciones de tomates o de maíz del jardín de Bánfield, rey
de mi reino, mirando los insectos sin intermediarios
entomológicos, oliendo como me es imposible oler hoy la
tierra mojada, las hojas, las flores. Si de esa revivencia
paso a las lecturas, veo sobre todo las páginas de El Tesoro
de la Juventud (dividido en secciones, y entre ellas El libro
de la Poesía que abarcaba un enorme espectro desde la
antigüedad hasta el modernismo). Mezcla inseparable,
Olegario Andrade, Longfellow, Milton, Gaspar Núñez de
Arce, Edgar Allan Poe, Sully Prudhomme, Victor Hugo,
Rubén Darío, Lamartine, Bécquer, José María de Heredia...

Una sola cosa segura: la preferencia —forzada por la del
antólogo— por la poesía rimada y ritmada, tempranísimo
descubrimiento del soneto, de las décimas, de las octavas
reales. Y una facilidad inquietante (no para mí, para mi
madre que imaginaba plagios disimulados) a la hora de
escribir poemas perfectamente medidos y de impecables
rimas, por lo demás signifying nothing más allá de la
cursilería romántica de un niño frente a amores imaginarios
y cumpleaños de tías o de maestras.

Otra ráfaga: recuerdo haber amado un eco internoen una
elegía escrita después de la lectura de El Cuervo, sin
sospechar que eso se llamaba aliteración:

¡Pobre poeta, desdichado Poe!

Y un final de soneto, escrito después de haber visto
Buenos Aires de noche, desde el balcón de un décimopiso:

y la ciudad parece así, dormida,
Una pradera nocturnal, florida
Por un millón de blancas margaritas.

Bonito ¿no? Nocturnal... el pibe ya no le tenía miedo a las
palabras, aunque todavía no supiera qué hacer con ellas.


En De Edades y Tiempos, Salvo el crepúsculo, 1984