Abel tiene los bigotes canosos. Francisco todavía no, pero tiene la sonrisa grande, los pómulos punteagudos y las ojeras marcadas como su papá. La última vez que estuvieron juntos Francisco estaba en la panza de su mamá, Silvia, con cuatro meses de gestación. Era enero de 1977. Después que la llevaron a Silvia yo estaba muerto — cuenta Abel — andaba por ahí, como fantasma. Dormía en los baldíos, con una ametralladora colgada en el pecho y granadas en los bolsillos. Si aparecían ahí, y bueno, qué más (...)
No pudieron
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