No pudieron

, por Martín Gaitán

Abel tiene los bigotes canosos. Francisco todavía no, pero tiene la sonrisa grande, los pómulos punteagudos y las ojeras marcadas como su papá. La última vez que estuvieron juntos Francisco estaba en la panza de su mamá, Silvia, con cuatro meses de gestación. Era enero de 1977.

— Después que la llevaron a Silvia yo estaba muerto — cuenta Abel — andaba por ahí, como fantasma. Dormía en los baldíos, con una ametralladora colgada en el pecho y granadas en los bolsillos. Si aparecían ahí, y bueno, qué más importaba.

Los dos tenían cargos jerárquicos en la columna norte de Montoneros. Silvia, que era médica y estaba haciendo la residencia en cirujía en el hospital de Tigre, era la responsable de sanidad. Abel era el responsable de prensa y difusión. El 17 de enero Silvia debía acudir a una reunión que resultó ser una ratonera: estaba cantada y los estaban esperando. La rodearon y la subieron a un Falcon verde. Después de muchas vueltas y golpes, la dejaron en El Campito, en Campo de Mayo. Ni Abel, ni ningún familiar la vieron de nuevo. Aún hoy continúa desaparecida. Tampoco supieron, hasta años después, si el o la bebé que Silvia esperaba estaba vivo o viva.

Abel, deshecho, sin su mujer y sin su hijo por nacer, logró exiliarse en Suecia. Desde ahí pudo contactar a uno de los pocos sobrevivientes de Campo de Mayo que le aseguraron haber conocido a María, la piba que era doctora, que estaba embarazada y que a fines de julio había dado a luz por cesárea a un varón al que había llamado Francisco, como quería su compañero.

Después de tantísimo dolor, el lugar de la esperanza lo había usurpado la desconfianza y la soledad, y esa era una noticia difícil de procesar. De la muerte hay pocas fuerzas que te sacan. Pero un hijo, su hijo, era suficiente para que la muerte se vaya bien lejos. Abel volvió a lo que siempre había hecho: luchar.

Viajó a España y luego a México, y por todos lados contactaba gente, enviaba cartas, recibía noticias. Por fin, a principios de 1983, pudo regresar al pais. En aquel año, Abuelas de Plaza de Mayo cumplía seis años, la misma edad que tenía, en algún lugar del mundo, Francisco.

Ese lugar del mundo era Buenos Aires. Francisco había sido apropiado por el Capitán de la Armada Víctor Gallo, que se desempeñó en Campo de Mayo durante la dictadura y fue parte activa del alzamiento carapintada años después. Gallo, hombre violento fuera y dentro del hogar, fue condenado en 1997 a 10 años de prisión por el delito de robo calificado, tenencia de arma de guerra y coacción, y hubo sospechas de su participación en un triple homicidio conocido como la Masacre de Benavídez, que no pudieron ser comprobadas. A Francisco, al que llamaron Alejandro, nadie le dijo nunca que era adoptado. Una mentira que mantuvieron 32 años.

— Fueron años oscuros, feos — dice Francisco — No me veía parecido a nadie, y además era una familia violenta, no me dejaban avanzar. No tenía ayuda familiar... por eso pensaba que una familia no podía hacer eso con un hijo propio.

Apenas puso un pie en suelo argentino, Abel se sumó a la asociación, donde ya participaban las dos abuelas de Francisco: Sara, la mamá de Abel y Tina, la mamá de Silvia. Ellas habían iniciado la búsqueda de su nieto en el país apenas se enteraron, cuando todo era cinismo, muerte y atropello.

En esos primeros años habían logrado una estructura organizativa y de investigación que les permitió encontrar a los primeros nietos y nietas. Impulsadas por el amor y la urgencia de recuperarlos, abuelas que cocinaban tortas y tejían crochet se habían convertido en abuelas que sacaban fotos como espías y se hacian pasar por vendedoras de libros para chicos con el fin de acercarse y obtener información. Con la experiencia de su militancia política a cuestas, Abel se sumó a ese círculo de mujeres, luchadoras infatigables. Era el único hombre. Y el único padre que buscaba a su hijo.

Consiguió un trabajo en Aerolíneas Argentinas, y cuando salía, a las seis de la tarde, se iba al local y se quedaba hasta la madrugada, redactando notas, escribiendo gacetillas, armando carpetas con los casos que habían desarrollado. Así pasó los primeros años de búsqueda, en su nuevo y de por vida puesto de lucha.

Si uno busca en una hemeroteca o abre cualquier libro sobre la historia de Abuelas, el nombre de Abel aparece recurrentemente. Y es que "para afuera", Estela de Carlotto es la figura pública, la cara visible de las abuelas: elegante, inteligente y corajuda. Pero Abel ha sido, en gran parte, el estratega tras bambalinas del éxito que la institución ha conseguido en tantos años. Coordinó los equipos técnicos, diseñó campañas de comunicación y fue el que supo, tras varios años de frustraciones en pleno menemato, cambiar el eje de la búsqueda: "¿Vos sabés quien sos?" decía la consigna del primer festival de rock por la identidad que organizaron en 1997. Ya no eran niños, eran jóvenes que quizás, de alguna manera, estuvieran buscándolos a ellos.

— Yo quiero encontrar a mi hijo. Hasta que me muera lo voy a buscar — dijo Abel en diciembre del año pasado. Siempre lo ha dicho: la felicidad de encontrar a cualquier nieto es inigualable, pero todo el esfuerzo de su labor lo motorizaba Francisco, que, estaba seguro, en algún lugar se encontraba.

El 2 de febrero de 2010, tras lograr que su apropiadora —hasta ese momento quien decía ser su madre— le confesara que Gallo lo había traído del campo de concetración, Francisco se presentó en la casa de Abuelas. Al otro día se hizo el análisis de ADN en el Banco de Datos Genéticos y dos semanas despúes le confirmaron que había dado positivo. No había encontrado a su abuela sino a su papá, Abel Madariaga, el señor de bigotes canosos que le había convidado un mate aquel martes.

Abel estaba descansando en la quinta de unos amigos, en provincia. Cuando las Abuelas le contaron, el telefóno se le cayó de la mano, se sentó en el suelo del patio donde estaba y se echó a llorar y a reir. A soltar 32 años de emoción acumulada.

Se vieron, por primera vez en sus vidas sabiendo quienes eran, esa misma noche. Se dieron un abrazo interminable, luego se miraron tomándose con las dos manos del rostro y chocando sus narices parecidas, y se volvieron a abrazar.

— No pudieron, viejo — le dijo Francisco al oído— no pudieron.