Monólogo octavo: Habla Dulcinea

Fernando Savater

, por Martín Gaitán

Nadie da serenatas a la ventana de mi casa, que no se abre sobre jardín palaciego sino sobre la era, porque soy fácil de localizar en el pajar o en cierto rincón que yo me sé -y otros muchos también lo saben- de la arboleda por donde pasa el viejo camino sur. Además, los desmayos mal se avienen con mi conformación natural, que es más bien garrida y propia para realizar trabajos como de hombre, no para alferecías y palideces de señora principal. Vean mis brazos, más fuertes y renegridos que los de mis propios hermanos; en cuanto a la voz, desde lo alto del campanario de la iglesia me hago escuchar de mi padre cuando está segando, miren por esto vuesas mercedes si soy yo niña bonica o moza muy hecha y derecha. Ya se ve que no soy fina ni hermosa, pero tampoco contrahecha ni de tal modo desfigurada que no pueda un hombre sencillo solazarse en mi compañía y hasta solazarse mucho, porque es sabido que, cuando las ganas de por abajo aprietan, el aliento a ajos parece fragancia de ámbar y no hay en la algalia perfume tan adecuado al trajín carnal como el honrado sudor. Digo todo esto para que bien se sepa que nada tengo que ver con las Melibeas o Melisendas de los libros mentiroso, donde cada zagala resulta ser ignorada princesa y todas las labradoras son hermosas como vidrieras de catedral, puras como losas de sepulcro e ilustradas como un bachiller de Alcalá. Ni soy ni quiero ser más que Aldonza Lorenzo, hija de un modesto labrador del Toboso, moza trabajadora y útil en la casa y en el campo, a la que no hace falta requebrar demasiado galanamente para conseguir que atienda las súplicas amorosas, ni prometer lo que no se ha de cumplir para que acceda a las caricias, ni hay que robar por la fuerza lo que ella concede de muy buen grado.

Ahora entenderán mejor vuesas mercedes lo que he de contarles, un sucedido picante sobre cuya gracia poca o mucha vuestra generosa disposición sabrá juzgar. Pues fue que me hallaba yo ahechando trigo en casa de mi padre cuando se me presentó un compañero del pueblo vecino al que tenía vagamente visto de antes, un tal Sancho Panza, labrador de su estado y hombre sencillo y cumplido. Venía con la más extraña encomienda que imaginarse pueda: por lo que me explicó el buen hombre con muchos circunloquios y abundantes refranes, no todos bien traídos a cuento, se trataba de cierto hidalgo que había dado en creerse caballero andante y que me había elegido a mi como dama de sus pensamientos, llamándome en su desvarío con el poco cristiano nombre de Dulcinea, que más bien parece gracia moruna o rótulo de planta medicinal. A tal señor yo no le había visto en mi vida, ni según parece él tampoco había topado nunca conmigo, aunque no por ello estaba menos rendidamente enamorado de mis desconocidos encantos. La cosa parecía, como puede verse, burla y aun algo pesada, tanto más cuanto que el dicho caballero no parecía incluir entre sus planes inmediatos proponerme honesto matrimonio, cosa que yo, desde luego, no hubiera tenido prisa alguna en aceptar. Por lo que Sancho decía, mi enamorado esperaba a las afueras del pueblo que yo le diese venia para besarme los pies. Repuse muy gentilmente que la hija de mi madre no era princesa ni arzobispo para que nadie hubiera de besarle los pies, ni tampoco tan boba para no saber que no es bueno mezclar lo que Dios ha separado ni una aldeana puede creer en amor de hidalgo cuando no ha mediado ni una palabra entre ambos ni siquiera una mirada o el más mínimo gesto de natural acercamiento. Insistió Sancho Panza con las mejores razones y modos del mundo, para vencer mis recelos más que justificados; le repuse yo de nuevo a mi modo, creo que no sin picardía y propiedad. De lo uno pasamos a lo otro y él me fue contanto sus muchas peripecias como escudero del hidalgo, las más de las cuales habían acabado con perjuicio de sus costillas; también me habló de su amo y de tal modo que, aunque decía seguir a su lado por el interés de no sé qué ínsula que se le había prometido, más bien pienso que no le abandonaba por puro cariño, pues lo retrataba como si fuera un santo, aunque algo falto de seso, como quizá lo sean todos los demasiado altos de espíritu. Y seguimos hablando; y hablando, porque él se encontraba bien conmigo y a mí me gustaba su honradez y franqueza.

Ya se irán imaginando vuesas mercedes cómo acabó la cosa. Poco a poco pasamos a hablar más de nosotros y menos del esforzado caballero andante que me esperaba sin conocerme. Ya he dicho que no soy esquiva y Sancho, aunque casado y leal por naturaleza, tampoco estaba en vena de hacer remilgos a la ocasión que se le ofrecía. Jugamos largo rato, con gran contento por ambas partes. Cuando acabamos, él volvió a acordarse de su amo y del encargo que traía; yo, que me sentía generosa y con ganas de seguir enredada en la misma madeja que acababa de ceñirme, le dije que podía traer a su caballero si queria, pues estaba dispuesta a darle a él también el mismo regalo con que había obsequiado al escudero. Pero Sancho no quiso ni oír hablar de ello: hasta me dijo algo secamente que bien se veía que yo no entendía nada de caballerías y que no iban las cosas del mismo modo con el escudero que con el propio caballero andante. No entendí bien sus razones, pero pienso que quizá tuviese algo de vergüenza por haber traicionado la confianza de su señor o a lo mejor celos de compartir con él mis caricias. Lo cierto es que se fue con mucha prisa, dispuesto a contar a su amo que no me había encontrado o cualquier otro embuste parecido; y al marcharse me llamó Dulcinea, como si no supiera de sobras que no soy sino Aldonza Lorenzo.