La caja de manzanas

, por Martín Gaitán

Regresé a Córdoba hace algunas semanas. Atrás quedaron mis vacaciones bien disfrutadas, aunque apocopadas por un febrero de trabajo frente al monitor. La vuelta fue forzada por más trámites inconclusos en oficinas universitarias que no dan respuestas ni buenos tratos, pero ya me aburrí de contarles sobre eso y temo que sea contagioso para ustedes.

— Flecha Bus con destino Córdoba, parte de Neuquén 17hs, asiento 38 pasillo. Graciaaaas — recitó la chica de ventanilla con ritmo de jingle, mientras hacia garabatos con una fibra roja sobre mi pasaje.

Eran las cinco de una tarde calurosísima en esa terminal neuquina agonizante. Ya estaba arriba del colectivo y, al lado mio, en el asiento 37-V, estaba Rubén, un catamarqueño que me contaría su vida durante 16 horas de viaje.

Pasó un rato hasta que entablamos conversación, algo que sin mención en mi plan que consistia en escuchar los audios del Consejo del 26 . No recuerdo cómo se inció, pero no hubo otra opción: empezó a hablar y tuve que detener mi discman para escucharlo.

Rubén era gordo y negro, con la remera tan ajustada a la panza como la vista al paisaje.

Las tonadas norteñas me confunden y creo que cuando arriesgué "riojano" se ofendió, pero sus ganas de conversar lo hicieron ignorar mi desacierto. Había trabajado en un galpón de empaque de frutas en General Roca desde los primeros dias de enero, cuando llegó sin conocer nada ni a nadie, en busca de algunos pesos y algo para contar. Los pesos fueron exiguos pero para contar, verán, tenía bastante.

Al sur llegó con frio, ese que sólo pueden sentir los que vienen de un calor tan caliente como el de Catamarca. Llevaba lo puesto, un bolso pequeño y una libretita con el nombre del establecimiento al que debia presentarse. Toda la información era de primera mano: un conocido ya habia hecho la temporada de empaque años atrás.

— "Sácate todo" mandó la doctora, "pero todo eh"— me contaba, con lujo de detalles, casi ruborizándose como en aquella revisación médica que recordaba.

Lo tomaron. Trabajaba de 9 a 11 horas por dia, incluyendo sábados, junto a otros 200 hombres y más de 300 mujeres. Compartía con un tucumano una pieza que la misma empresa les alquilaba, ahí en el predio del galpón.

— Al principio no teniamos luz ni agua caliente, pero al tiempo llegaron los de la inspección, del sindicato creo, y ahí nos dieron todito eso y ropa de trabajo. Yo igualmente, como me doy maña con la electricidad, ya me compré los cables y habia puesto mi luz en la pieza y el calentador del mate.

Mi apatía por escucharlo habia desaparecido. Rubén tenia mucha habilidad para narrar y capturar mi atención y lamento no poder ser lo suficientemente fiel a esa intensidad narrativa. Claro, era su vida, y la conocía muy bien. Semejante entrega en el relato tenia justificación: iba de regreso a su hogar, en San Fernando del Valle, donde su familia y una cerveza fría en el pool con los amigos lo esperaban. Aunque no ese día.

— Lo que pasa es que no me hallaba. Los sábados a veces arreglaba con el capatáz para hacer las horas bien temprano, y entonces tenía la tarde libre y me iba a Neuquén. Allá pasaba el rato hasta la noche, pero me aburría, no tenía alguien para conversar, asi como con tú ¿ves? Si uno tiene alguien para darle a la lengua, la cosa ya cambia. El tucumano, mi compañero, él tenia otros años de empaque y ya conocía gente de otras chacras, y entonces arrancaba sin avisar, solito se iba. Y uno no anda mendigando la amistad.

Seguía, casi sin pausas, resumiendo su vida. Mechaba comentarios de su frustrada experiencia valletana con su pasado de trotamundos que lo habia llevado por toda la Argentina. En Buenos Aires, donde vivía su hermano, trabajó como parrillero en un restaurante de Once. En Salta cosechó naranjas. Y en Usuahia ensambló plaquetas de televisores Hitachi, pero el jefe de planta logró hacerlo renunciar con un sistemático hostigamiento. La fabrica cerró a los pocos meses.

— (...) El trabajo mio en el galpón era duro, pero yo siempre he trabajado fuerte. Si me pagan tanto asi, lo que sea que yo acepte, pues bueno, entonces trato de hacerlo rendir. Hay otros que...mira un ejemplo: no entienden lo que tienen que hacer y entonces en vez de preguntar se quedan pasando el dia, porque igual les pagan igual. Yo si no entiendo, pregunto al jefe otrita vez, pero porque quiero trabajar bien.

— (...) Yo pienso ¿no?, cuanto han de ganar los dueños del galpón siendo que salen peras y manzanas de a camiones. Y pagan todo, cierto, pero te cobran la comida y la pieza.

— (...) Decidí venirme un día que me sentia mal en serio, me descompuse y vomité y el jefe me dió la tarde. Y ya no quise volver y entonces uno me avisó que tenia que mandar una nota de renuncia para que me pagaran los dias que habia trabajado. Y esa misma noche vino el ingeniero a tratar de convencerme de que no me vaya, que el laburo yo lo hacia bien. Pero no, ya estaba decidido. Así que él mismo me pagó los dias, porque si no todavia estaría dando vueltas hasta el lunes para cobrar. Y entonces me pude venir hoy. Chulazo el ingeniero.

Mujeres, fútbol, pasado, futuro, geografía y producción de Catamarca, teoría del juego de pool y técnicas para soportar el calor con pocos recursos fueron parte de la disertación. A veces su humildad tropezaba con fantásticas conquistas en el colegio nocturno, aquella vez que intentó empezar el secundario.

Cuando llegamos a Córdoba lo invité a mi departamento. Eran las 8 de la mañana y recién a las 2 de la tarde tomaba el Chevallier a su casa. La razón de semejante desvío —en vez de ir directo por Mendoza y San Juan— era sencilla: la caja de manzanas que el Ingeniero le habia autorizado a llevar iba junto a su escaso equipaje. Según le habian advertido, por Mendoza no dejaban pasar frutas ni verduras y no era cuestión que un inspector boicotee el regalo para su madre.