Evolución

, por Martín Gaitán

Hasta los dieciseis, cuando había fideos en la mesa, mi mamá me ponía un repasador como babero y me picaba los spaghettis en trocitos pequeños, de manera que se pudieran comer con cuchara y el trayecto plato-boca de la comida fuese menos interrumpido por la gravedad.

A los diecisiete, fruto del esfuerzo didáctico de toda mi familia, aprendí a usar el tenedor. Significó el logro destacado por el que se brindó en la noche de año nuevo de 1999.

Pero esto no siempre fue así. Me refiero a la didáctica de mi familia, porque sí fué siempre así mi dificultad en la ingesta. Todos y cada uno, exceptuando quizás a mi papá, arguyeron una amenaza en forma de vaticinio. Decían que alguna vez, cuando tuviese novia, mis futuros suegros organizarían un almuerzo de presentación muy protocolar, y por justicia del destino me servirían spaghettis. Allí pagaría las consecuencias de mis malos hábitos.

Con la boca un poco llena, y limpiándome con el babero la frente, yo me defendía diciendo que la mujer que me amara sabría distinguir las cosas que verdaderamente importan... y además de decirme cuáles son, me enseñaría a comer bien.

Casi diez años después soy un homo sapiens sapiens instruído, poseedor pleno de la técnica para usar cubiertos (¡incluyendo el cuchillo!), aunque sigo prefiriendo todo tipo de alimentos en formato sandwich (¡incluyendo los spaghettis!). Abandoné el babero, no por falta de repasadores ni de la cercanía de mi mamá como argumentan algunos, sino porque ya no lo necesito. Además, superando toda expectativa, uso servilleta, y no por falta de mantel.

Pero hay más: también tengo novia. Es una mujer hermosa que sabe distinguir las cosas que verdaderamente importan. Me las dice. Y me las hace sentir.

Como ya no tiene que enseñarme a comer, me enseña a amar, más cada día, cada vez más. Ya aprendí a usar el cuerpo y el alma al mismo tiempo, y la gravedad no me afecta. Vuelo.