El vendedor de naranjas

Jorge Lanata

, por Jorge Lanata, Martín Gaitán

A la mañana, mientras desayuna con la cuadrilla al costado de las obras, ve pasar los taxímetros de Gaza repletos de palestinos que viajan hasta Tel Aviv. Hace ya más de un mes que el ejército ha cerrado el tránsito a los ómnibus locales. Los taxistas adhieren a la huelga de los territorios, pero llevan a los trabajadores como contribución. Se apiñan de a ocho en cada automóvil. Todos tienen permiso del gobierno militar para salir a trabajar, de otro modo no podrían hacerlo. Pero son tan sólo unos miles, contra los ciento cuarenta mil que trabajaban antes de la revuelta. A las siete, los choferes los aguardan en las afueras de la capital y retornan a Gaza, la ciudad más superpoblada de la región. Desde 1967, a pocos kilómetros del banderín azul, se ha expulsado de sus tierras a 650 mil árabes para permitir la instalación de 2.700 israelíes en los asentamientos. Camino a la Franja de Gaza, puede verse a los colonos prisioneros de su propia trampa. Casas de construcción sólida rodeadas de alambre de púas, vecinas del destacamento militar.

El hombre de la niveladora es uno de esos colonos. Cada mañana emprende su conquista machacando brea caliente sobre esta ruta que conduce al infierno. El auto se zambulle en una estación de servicio a dos kilómetros del puesto militar. Este lugar es el límite. Hay que llenar el tanque y telefonear a los lugares necesarios. Veinte cuadras más adelante no habrá nafta ni comunicación. La maniobra de cerco sobre Gaza se va cerrando hace semanas, en la ciudad no se despacha combustible y las líneas telefónicas están bloqueadas. Al lado de la estación hay un pequeño autoservicio. El ambiente que se vive dentro es similar al de un día de campo. Algunos jóvenes de fajina, familias, niños que vuelcan una y otra vez su vaso de Coca-Cola sobre la mesa..

— Los periodistas ya se fueron — informa en inglés la cajera— ahora van todos juntos y temprano, desde que pasó aquello con los alemanes, a la tarde va a salir otra tanda

Hace diez días, dos corresponsales de la TV alemana fueron apedreados en el centro de Gaza. El Volvo que los transportaba quedó hecho pedazos. Ya casi no hay reporteros en los territorios; a mediados de marzo la noticia de la revuelta se ha ido diluyendo hacia las páginas de clasificados y avisos de remates. Sólo insisten la NBC y la CBS —dos cadenas de televisión norteamericana— y algunos cronistas de la prensa francesa y española. Desde que salimos del kibutz, Celso monologa tratando de convencerse:

— ¿Por qué no ir, eh? ¿Por qué tenemos que tener miedo, eh? ¿Si no vamos a atacar a nadie, no? Yo acredito que tenemos que entrar.

La mujer nos escucha discutir refugiada detrás de la calculadora. Creo que no entiende castellano, y menos el curioso portuñol que ambos ensayamos. Sólo agrega cuando salimos del local:

— Si todos los días matamos cuatro o cinco árabes, dentro de poco vamos a terminar con el problema. Ponga eso en su diario. Ponga que no se puede vivir acá sin tomar posición.

El soldado ve el cartel de prensa y hace señas para que sigamos. Un campamento militar se levanta a la izquierda de la ruta, o mejor se hunde, bajo terraplenes de dos metros que sólo dejan ver los techos de algunas carpas. La entrada a la ciudad está colmada de silencio. Racimos de chicos juegan en las veredas de tierra, en esta ciudad donde el setenta por ciento tiene menos de diecisiete años. Algunas mujeres lavan la ropa en las terrazas. Aquí también, como en la mayoría de las aldeas árabes, las casas son verdes o celestes. Es su color de suerte. Celso maneja como si atravesara una cristalería. A las pocas cuadras nos hemos convertido en el espectáculo de la entrada a la ciudad. Nadie nos saca la vista de encima

Un grupo de niños corre detrás del auto, hasta que uno se acerca a mi ventanilla y pone los dedos en V. Hago lo mismo y el chico sonríe y corre a contarlo a sus amigos. Doy un largo soplido y pienso que el idioma es una barrera menor. Sin embargo, por razones explicables o inexplicables, tengo miedo.

Un camión del ACNUR (Comité de la ONU para Refugiados, los únicos, fuera de los periodistas, que permanecen en la ciudad junto a los árabes) se nos adelanta y le preguntamos el camino al centro. Nos advierten que no vayamos por las calles laterales. Dejamos el auto en la calle principal, un boulevard que llega hasta el mar, y caminamos hasta la plaza.

Toda la ciudad escucha una sola radio, cada casa se ha convertido en un pequeño eco. La radio se llama «Voz de Jerusalén para la liberación de la tierra y del hombre». Hace una semana cambió de frecuencia: de 630 kilohertz a 702, perseguida por las interferencias. Hace una semana, toda la ciudad barrió el dial para volver a encontrarla. La radio da instrucciones sobre la revuelta. Hoy los comercios abrieron de ocho a once. En pocos minutos comenzará su sección más popular: la de los mensajes personales. Aldeas olvidadas, barrios de Jerusalén y Cisjordania pasan sus noticias cotidianas a través de los llamados a la radio. Hussein Wahidi, nuestro contacto en Gaza, salió temprano hacia Jerusalén. Volverá a la noche, antes del toque de queda. Su mujer nos invita un café espeso y lleno de borra. La conversación se quiebra cuando pregunto por el Jihad.

— Ahora... —dice la mujer apartando la taza estamos todos juntos, cruzando el mismo río.

Sé que Wahidi es un hombre cercano a la OLP, y que el Jihad islámico está a kilómetros de su posición. Sin embargo, el remolino de la revuelta ha forzado a todos a subir al mismo barco. La fuerza de los fundamentalistas de Irán —vinculados al ultraderechista Gyatoilah Jomeini— ha crecido desmesuradamente en Gaza, al amparo del aislamiento y la pobreza. En 1978, el gobierno militar israelí favoreció la instalación del Colegio islámico, como parte de una estrategia de doble filo: si aumentaba la influencia de los fanáticos religiosos, disminuiría la de la OLP. Ahora el Colegio tiene 4.600 alumnos y se ha convertido en el centro de la cólera de Alá.

Hace diez años, había en Gaza setenta mezquitas, ahora hay ciento ochenta. Las tiendas que venden licor o cassettes con música moderna son invadidas por los jóvenes militantes del Jihad, y también las fiestas de casamiento al «estilo occidental». Los grupos de manifestantes irrumpen entonando cánticos religiosos y obligan a los novios a suspender el festejo. Desde el 9 de diciembre, día de comienzo de la guerra de las piedras, fuerzas contradictorias entre los palestinos luchan por su espacio de poder. Los treinta días que antecedieron a la formación del Comité Unificado de la Revuelta, desbordaron cualquier control sectorial. Nadie manejó durante el primer mes el estallido de los territorios. Después los cuatro sectores en pugna (pro jordanos, en general las autoridades administrativas, golpistas moderados y ultras, y fundamentalistas), coincidieron en un rumbo común: huelga general sin uso de armas.

La mujer vuelve del escritorio con un volante, que lee en voz alta: «Toma las armas y golpea al enemigo sionista. No importa cómo y cuándo mueras. Lo importante es la causa por la que sacrificas tu vida. Ahora es el momento de liberar a nuestra tierra». Hace tres días el Jihad tiró este volante en la ciudad. Hussein pasó la noche sin dormir. Daba vueltas y vueltas en la cama, estaba indignado. Hemos insistido en todas las reuniones del Comité en el error político que significa usar la violencia armada en los territorios. Pero hay tierra fértil para eso. En la última reunión me dijeron... ¿saben qué me dijeron? Cuando el enemigo golpea y mata a nuestras mujeres, no hace diferencias.

Ya es mediodía, y el sol es una inmensa moneda dorada. En el patio de Wahidi escucho por primera vez un moazín. No había visto los altoparlantes en la ciudad, pero sin duda están y ahora suenan todos a la vez. Alguien pega un grito descarnado y musical. Parece un largo lamento:

— Alá acwa — me dicen que dice
— Alá es el más grande

El lamento se extiende en una oración. Las mezquitas convocan al rezo. Este grito que se enhebra en todas las calles de Gaza tiene la antigüedad de una piedra.

— Alá es el más grande —dice la letanía.

Hombres y mujeres salen de sus casas a rezar. Hay un jeep del ejército en el boulevard. Uno de los soldados juega con el seguro de su metralleta. Lo destraba una y otra vez. Quizá quiera perderle miedo a la muerte. Otro limpia con cuidado el borde de sus lentes. El conductor se reclina con la espalda pegada al asiento, y está nervioso.

Al pasar los saludamos, y los tres nos responden a coro. Ahora miran el desfile callejero: decenas de árabes arrastran los pies por el boulevard a la salida de la mezquita. En una casa vecina vuelve a encenderse la radio. El chofer enciende la del jeep y busca una sintonía: se detiene en un tema de los Rolling Stones. El otro soldado ya no juega con el seguro. Lo ha quitado. Un chico de cinco o seis años pasa dando un grito y pega tres manotazos en el jeep. Después se pierde en una esquina cercana. El otro soldado se calza los lentes, y mira el reloj.

Una ventana se abre en un primer piso cercano.

— ¡Vamos a tirarlos al mar! — grita en hebreo.

Otro niño rasca un manotón de tierra con la mano y lo incrusta en el parabrisas. El soldado de lentes toma al chico de la camisa y lo arrastra hacia el coche. Una mujer interviene. Comienza una discusión a la que se suman otras mujeres y algunos jóvenes. El niño ya tiene las manos contra el capot, mientras, lo palpan de armas mecánicamente. Alguien tira la primera piedra. A la primera le sucede otra, y otra, y otra más. El chofer pide auxilio por la radio del auto, y en segundos aparece un camión con más de veinte soldados.

A esa altura el revuelo es general. Mujeres y soldados se disputan a los detenidos. El grupo se transforma en un gran nudo. Una ráfaga de ametralladora lo desata. Los gritos se multiplican, y algunas mujeres se apartan hasta la vereda. Hay por lo menos tres heridos. Parte de la patrulla sube al jeep a perseguir a tres jóvenes que corren por una calle lateral. Otros apalean a los detenidos hasta que los suben al camión. El soldado de lentes camina tenso hacia el cordón del boulevard. Un chico de unos quince años yace de espaldas, con la camisa fuera del pantalón. El soldado pega un grito y le ordena que se levante. La cara del chico sigue contra la zanja. Un nuevo grito. Después acerca el caño de la UZI y presiona sobre la espalda. Un grito más. Entonces mueve el cuerpo con el pie. El chico está muerto. El camión ya volvió por más detenidos. Tres soldados se acercan a la fila de diez árabes que apoya las manos sobre la persiana de un comercio cerrado. En media hora estarán en Ansar 2 o en la Base de Investigaciones Fara. Una mujer se acerca llorando y pide por su hijo. Pocos minutos después la calle estará desierta.

Esta mañana no estaba el vendedor de naranjas. Su puesto en el mercado era simplemente un hueco, y entonces Mohammed Al Ayad sintió que un escalofrío le recorría la columna como una araña. El vendedor de naranjas siempre estaba.

Mohammed miro en torno del mercado, atestado de mujeres cargadas con bolsas, y después recorrió los puestos uno por uno. Una parte del engranaje había fallado. Una vez por semana repitiendo un paso de comedia, Mohammed Al Ayad se acercaba al vendedor de naranjas y cambiaban un diálogo circunstancial. A veces tomaba una naranja redonda y brillosa como un deseo, y la pesaba rebotándola en la mano. El vendedor casi nunca lo miraba. Dirigía los ojos pequeños hacia el piso y los costados, hablaba en voz demasiado alta, como si adivinara que lo estaban escuchando. Muhammed Special:Search?search=stones+war&sourceid=Mozilla-searchencargaba un kilo y preguntaba por enésima vez si las naranjas provenían de Jaffa. Después dejaba un papel en la mano del vendedor y caminaba hasta su casa, en las afueras de Gaza, tragando el polvo seco del mediodía.

Pero esta mañana el vendedor no estaba. Mohammed miró el reloj de la intendencia. En una hora todo el pueblo volvería al paro general. Así lo había anunciado la radio de la OLP desde Bagdad, en sus transmisiones desde la mañana. Eligió el camino mas largo para volver a su casa, y a las pocas cuadras sintió deseos de volver al mercado: quizá el vendedor hubiera aparecido. En ese momento se palpó el bolsillo del pantalón, y se detuvo dando un largo respiro. Su mano tocaba un papel doblado en cuatro que se mezclaba con unos pocos billetes y algunas monedas. El papel indicaba cinco nombres. Los cinco nombres que, por semana, debía proporcionar al vendedor de naranjas. Arrancó el papel del bolsillo y se lo llevó a la boca. Comenzó a masticarlo con lentitud. Sintió cómo la tinta se le pegaba a la lengua, se mezclaba en su saliva y llegaba a la garganta agria y reseca. El papel navegaba camino al estómago cuando Mohammed cayó en cuenta de que estaba paralizado contra una pared. Miró alrededor: nadie lo había visto. Después encendió un cigarrillo.

Todo aquello le parecía un mal sueño. Muchas noches había pensado en distintos finales para ese juego. Nunca, sin embargo, había imaginado que el vendedor de naranjas podía desaparecer. Quizá no era una mala señal. Mohammed Al Ayad miró el sol hasta que tuvo que cerrar los ojos, y en ese memento se sintió libre. Una voz, de repente, comenzó a golpearle la memoria. Cada vez que esa voz lo asaltaba podía recordar las pausas, las palabras exactas, los silencios.

— Nadie te dice que está mal que seas... nacionalista. Al contrario. (En ese momento la voz se sonreía) nosotros también lo somos. Sólo tenemos problemas con el terrorismo. (En ese momento había un largo silencio en el que la voz tamborileaba los dedos sobre la mesa) Necesitamos gente que... coopere. Otro cigarrillo?

La voz desencadenaba una avalancha de recuerdos. Al Ayad recordó entonces cada centímetro de su celda en Ansar. El sol barriendo lentamente el piso por las mañanas, y la humedad mortal de la noche. Fue al tercer día cuando lo visitaron dos agentes de Shin Beth, el servicio de seguridad israelí. La primera vez lo desconcentraron: los dos agentes le juraron que confiaban en su inocencia. La segunda vez la voz habló. Durante una semana las visitas se espaciaron, y Muhammed Al Ayad supo que había llegado su límite. Sería solo por seis meses. No, ellos se comunicarían con él. No, no conocería el nombre de su contacto. Seria un vendedor de naranjas del mercado. Todas las semanas debía entregarle cinco nombres. Gente vinculada con la OLP, parientes, amigos, estudiantes, Mohammed Al Ayad escuchaba, e hizo una cuenta: a los seis meses habría denunciado a trescientas personas. No, no hacían falta los nombres exactos. Alguna referencia, la dirección aproximada, algún dato familiar. Ellos harían el resto. ¿Otro cigarrillo? La operación se llamaba Sombrero con pájaros. Eso era todo lo que tenia que saber. Si, no era el único. Ya había muchos como él. Los primeros cinco fueron de su barrio. Después intuyó que no podía encerrarse en una misma zona. La primera vez escucho el camión del ejercito derrapando en una esquina, algunos gritos, una puerta que se quebraba tras una patada. El estómago le salto a la boca y corrió al baño a vomitar. Después se miró al espejo, con los ojos enrojecidos y una sonrisa: estaba vivo. El resto fue fácil: recorría la ciudad a pie y trababa conversación con los vecinos. Los lunes llegaba al mercado por su provisión de naranjas de Jaffa. A la tercer semana encontró una metralleta detrás de su puerta. Era obvio que el Shin Beth la había dejado. Pensó que quizá las cosas se complicarían un poco. Desarmó la UZI pieza por pieza: necesitaba conocerla y mitigar su miedo. Dio vueltas en círculo en su habitación, observando cada detalle. Todo estaba en su lugar.

¿Cómo habrían entrado? Mohamed Al Ayad se lamentó en silencio por la falta de seguridad. ¿Pero quién, en estos tiempos, estaba seguro? Después ocultó el arma bajo la cama y confeccionó la lista siguiente. Ahora, mientras marchaba hacia su casa, el recuerdo del arma le tranquilizó los pasos. Su barrio estaba extrañamente desierto. Sólo un par de chicos en bicicleta cruzaban la calle en diagonal. Se desplomó en su cama como una marioneta y mantuvo la vista fija en el techo durante un largo rato. Su mano derecha rascaba el piso para acariciar el caño de la UZI.

El vendedor de naranjas había fallado. El reloj indicaba el mediodía del 26 de marzo, cuando Mohammed Al Ayad escuchó una piedra que rebotaba contra su ventana. El ruido le sacudió la pierna, y después levantó la cabeza tratando de adivinar lo que pasaba. Una nueva piedra rompió el cristal de la cocina, y entonces el hombre se incorporo y caminó con sigilo hacia la ventana, con el cuerpo doblado y el arma en la mano. Dio un profundo respire y abrió. Un grupo de cuarenta, cincuenta personas o quizá mil, gritaba desde la vereda, lanzando piedras. El grupo era sólo una mancha multicolor que no alcanzaba a distinguir cuando advirtió que la puerta cedía a su espalda. El piso de madera se lamentaba en un crujido, y toda la habitación temblaba como si fuera a caer. Un pie atravesó la puerta con sequedad y entonces Mohammed Al Ayad disparó una ráfaga, a la que precedió un silencio. El corazón iba a saltarle del pecho en un segundo más. Decenas de brazos jóvenes lo desarmaron y fueron empujándolo hacia la planta baja. Una mujer le tiró del pelo hasta arrancarle un mechón. Gritaba un nombre que Mohammed Al Ayad no podía comprender. Entre la confusión, vio un niño muerto al pie de la escalera, y entonces supo que ese niño estaba detrás de su puerta. Un grupo vació alcohol y ramas dentro de la habitación, que comenzó a arder. Mohammed Al Ayad sintió entonces que su cuerpo era de trapo, y que la multitud le arrancaba jirones. Lo arrastraron hacia una esquina en la que se recortaban dos postes de luz. Un sacudón lo subió hasta el poste en el que ondeaba la bandera palestina. Cuando la cuerda le rodeó el cuello ya no escuchaba los gritos. Sólo pudo girar su cabeza a la derecha y ver el cuerpo inerte del vendedor de naranjas. Después, murió. Ese día, el lunes 21 de marzo de 1988 el ejercito recién entró a Gaza por la noche.

Son las ocho de la noche y Gaza es ahora tierra de nadie. En un rato los jeeps del ejercito comenzarán a turnarse para recorrer una y otra vez, como sonámbulos, la extensión del boulevard. Quizá el ejército allane algunas casas antes de la madrugada pero todavía la noche es una tregua confusa. Hussein Wahidi no ha vuelto, tal vez pase la noche en Jerusalén. Las casas de las afueras son las más verdes bajo la luna llena. Al costado de la ruta, el regimiento de infantería protegida por el terraplén parece un enorme cráter iluminado. Por la mañana un soldado me explicó orgulloso el sentido de esta pared de tierra de dos metros.

— Es para evitar los coches-bomba —me dijo.
— Ya nos pasó en el Líbano —agregó.

De seguro a esta hora el soldado engulle su cena con fruición. A esta hora el odio parece clausurado. La muerte, sin embargo, salta en esta tierra con la destreza de un gato: un seguro mal puesto, un grupo de colonos dispuesto a provocar, una y mil piedras, un grito, y esta paz será solamente un entreacto.

Celso recorre en silencio el camino de vuelta a Tel Aviv. Hemos hablado durante todo el día hasta por los codos: entre nosotros, con otros, por separado. Tal vez sea mejor callarse. Parece tener la vista pegada al camino. Un camión nos encandila y rompe el encanto trágico de este silencio. Entonces Celso dice, sin mirarme, a sí mismo, a nadie:

— ¿Cómo se puede convivir con esto?

Abro la ventanilla y dejo fue el viento de la noche me pegue en la cara.